La camiseta de lino blanco (que nunca he lavado a mano)
Hace dos días, Julian mencionó algo que se quedó conmigo:
“Me gusta jugar cuando siento que lo merezco”.
Pasé un par de días preguntándome si me lo merecía. Una voz dentro respondía: “¿Cuáles son los criterios para decidir si te lo mereces?”. La idea de comprometerme con esa pregunta me daba náuseas, irritación. Pero había otra voz. No, no era realmente una voz, era una especie de espacio hueco y caliente en mi interior, tal vez una cueva, que se formaba cuando hacia la pregunta. De todos modos, decidí que me lo merecía.
Entonces, ayer llamé a Nadia y le dije que quería jugar antes de irme de viaje.
Debo haber sido convincente porque me dijo que viniera hoy.
Llegué a El Juego caminando, un tipo de caminada media saltando – media volando: me quedé con la sensación de tener un nido de pajaritos picando en mi estómago.
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Secretamente, me encanta la espera cuando voy al Juego. Bueno, la odio y la amo. Todavía tengo que averiguar si esta espera es parte del proceso para ellos, pero no me sorprendería. Definitivamente es parte del mío.
Cuando sé que voy a jugar, y estoy esperando para comenzar, todo va en cámara lenta. Experimento una sensación de urgencia y mi escucha se vuelve selectiva. Soy incapaz de charla sencillas, mientras tanto tengo miedo de que alguien diga algo para sacudirme, tengo miedo a las flechas. Supongo que estoy tratando de mantener la concentración: me quiero quedar firme en mi equilibrio, sentirlo, para que después pueda quedarme conmigo rota también. Sin dudas, estoy nerviosa. En cualquier caso, todas mis interacciones parecen colgadas de una cuerda, y me convierto en un atrapasueños incómodo escogiendo donde quiero colgarme.
Esta vez me dirijo a la hamaca. Hay un movimiento de gatos y perros jugando debajo de mi culo que realmente no ayuda con mi “equilibrio”, pero no puedo encontrar el tono de voz adecuado para que se muevan.
Nadia me llama desde el segundo piso y estoy aliviada. Esta vez la espera es particularmente corta.
Jena se une a la sesión y yo la sigo a la cocina. Sirve café en dos vasos y mezcla la panela. En mi mundo, esta acción ocurre en cámara tan lenta que tengo tiempo para preguntarme si cuando las emociones se mueven adentro de mí emiten el mismo sonido, casi como una campana. Esta imagen me calma.
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Para enmarcar la sesión, hay un baile. En este baile, Diego me hace muchas preguntas y yo hablo. mucho. Probablemente demasiado.
Quiero hablar con la misma voz con la cual me hablo a mí misma. Quiero ser simple y honesta. Excepto que mientras hablo, no puedo evitar escuchar también mis propias palabras.
Estoy media consciente de lo que digo hasta que los sonidos salen de mi boca, toman forma, y yo los escucho. No parecen “simples”, y ni siquiera estoy convencida de que sea honesta.
Esto me hace joder: ni siquiera puedo validar mis propias palabras. Ni siquiera puedo dejar que salgan sin juzgarlas.
Me siento tan enojada que quiero que alguien me pegue. Entonces, cuando me preguntan algo que me suena duro, me toma de sorpresa y me hace caer de esta torre hecha de la mierda que yo tan honestamente hablo conmigo misma, me siento aliviada.
Nuestra conversación pasa por un par de doble vueltas que no podría replicar, y decidimos que haré una regresión sobre el “reconocimiento”. Me gusta, y me pongo una de esas mascaras para los ojos que dan durante los vuelos largos.
Ahora todo es oscuro, y Jena me acompaña a través de la respiración hasta que me encuentro en algún lugar dentro de mi mundo interior.
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Estoy inmersa en el viaje ahora. En él, hay pequeños momentos en los que logro ser consciente de mi cuerpo. En uno de esos momentos, me doy cuenta del espacio entre el colchón en el que estoy acostada y el suelo, un piso más abajo. En el otro, soy consciente de mi ropa. Tengo puesta una camiseta de lino blanca que mi mama me regaló con una charla inspiradora sobre la importancia de lavarla a mano, con cuidado. Es la primera vez que la uso, y la camiseta no dice mucho sobre mi capacidad de mantenerla blanca. Se siente suave en la piel y de alguna manera esta mañana supe que me iba a servir algo.
Horas en una regresión, estoy cara a cara con mi pureza ilusoria, mi humildad falsa, mi arrogancia oculta. Veo mi juicio sobre todo eso, veo mi negación desesperada, pero lo estoy viendo, la reconozco, y la camiseta funciona. Es un espectáculo, es una máscara. Debajo de la camiseta de lino blanco, que nunca he lavado a mano, veo la amplitud en la que todas mis partes coexisten, de su forma, a pesar de mi negación.
Y su vista me golpea entre lágrimas y risas. Hay una sensación de alivio de una parte. Puedo verme y, joder,
¡Cuántas veces en la noche he deseado ser despojada de esta manta para poder ver el cielo lleno de estrellas que se ha escondido adentro!
Hay una sensación de vergüenza, una cola del yo que tanto intenté ser.
Junto a la vergüenza, en la misma experiencia, se mezcla una creciente conciencia de lo ridículo de mis palabras. Percibo mi propio juicio de ser ridícula como una evolución de la vergüenza, una reacción al cóctel de mi devenir.
Me río y mi cuerpo se voltea de las risas y, por un momento que existe fuera del tiempo, me río conmigo misma. Me estoy acompañando, y es chistoso, y me gusta.
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Empujé mi arrogancia dentro y cerré la puerta tantas veces… y sigue golpeando, y se desliza debajo de la puerta. Nunca le he dado permiso. Nunca abrí o la invité a tomar un tinto. Mi fai fare brutte figure, arrogancia. Me haces quedar mal.
Y quiero ser buena. ¡Cazzo, cuánto quiero ser buena! Tan buena que no tengo ni idea qué hacer cuando hago algo que puede lastimarme a migo misma y otros sin: defenderme, justificarme, actuar ingenuamente y jurar sobre mis buenas intenciones.
Siento vergüenza y lo digo en voz alta. Nadia dice: “¿con nosotros?” Y lo interpreto como un “¡no jodas! Realmente puedes hacer lo que quieras aquí. Nada es ridículo”.
Y me doy el permiso, y por un segundo siento coraje. No quiero quedarme atrapada aquí. Realmente no. Merezco empujar a través de esta mierda. Y parece que todavía siento la cueva con los pajaritos adentro picando.
Entonces, vueltas y giros, algunos túneles oscuros, y un pequeño agujero negro más tarde, experimento regañando a un viejo amigo.
Rompo dos platos en el suelo. Todo se siente bien: la consistencia fría y dura de la cerámica, estar de pie, el contraste entre el mundo en el que estoy y el marco de la habitación, que percibo vagamente. Romper estos platos es una liberación completa, me enorgullece. Me da placer.
Como en un sueño, todo se confunde: la foto del abuelo que nunca conocí frente a un pastel, la imagen de un joven de otro siglo que acompañó mi viaje, el archivo lleno de polvo en el que me encontré, imágenes que pertenecen a lugares en los que nunca he estado. Las voces de Nadia, Diego y Jena que logran entrar y acompañarme en el profundo. Mi propio yo, hablando con una voz de conocimiento sin filtro.
No soy consciente de lo que significa todo. Todo lo que sé, es que me estoy desligando de telarañas babosas que no recuerdo haber tejido y estoy dispuesta a moverme.